G

La promiscuidad egoísta le rompió el corazón al perro maldito

Cristian Carlos

PARTE 1

Su situación debía cambiar.

La desesperación de no haber sentido su carne dentro de alguien desde hace bastantes meses –sino es que años– lo llevó a tomar decisiones igual de inteligentes que las que había tomado constantemente desde hacía casi una década. Esta historia, por tanto, no debe apreciarse como novedad. De saberse inteligente al menos una milésima de lo que él se cree que es, le habría evitado colocarse en esta posición desesperadamente descerebrada, descerebradamente desesperada.

Salvado únicamente por la semántica, prefirió contar que se trataban de meses quizá porque, para el oído de los demás, habría sido extremadamente vergonzoso para alguien como él contarlo en años. Ahora, imagínense haberlo obligado a contarnos cualquier fragmento de esta historia que –según él– nadie conoce –o que nadie debería (debiera) conocer–.

La intuición me conecta con los hechos, no con suposiciones.

Sus entrañas hirvieron de más el jueves, 22 de diciembre. E hirvieron en tal magnitud que su desesperación –esa que tanto había cuidado incluso con el lamentable argumento de «cuidar su semilla»– dejó rastros –como en todo lo que hace– entre desconocidos y anónimos a quienes, con un coraje improvisado por la desesperación –coraje descuidado más tonto que intempestivo–, preguntó, con absurdo e ingenuo anonimato, dos veces por el costo de admisión a ese universo hasta entonces velado, dejando entrever si la cuota de USD$25 a USD$30 cubría únicamente su entrada o, con suerte, la de alguien más. A saber si los desconocidos, tan desesperados como él, le proveerían respuesta. Desde la última vez que me permití revisar, ahí quedó la interrogante sin contestar.

En cualquier otra ocasión, en cualquier oportunidad, siendo cualquier otro el contexto y siendo cualquier otra la persona, cabría sensata la pregunta: «¿Desde cuándo le importaba pagar una cuota así?». Sólo repasar esa pregunta me hunde en la profundidad abismal de la ironía.

Desde fuera, se le cuestionaría toda falta de racionalidad instrumental. Así que, para él, el paso siguiente era el más lógico: (…)

image

G

Ecos de un Réquiem Inatendido

Cristian Carlos

Un segundo reclamo de Cristian Carlos.

Amigo mío, ¿cómo describirías la muerte? ¿Simple, como él la retrató en su poesía, o complicada por el entramado de nuestras negligencias? No hay complejidad en el acto mismo, solo en el vacío resonante que dejas tras tu silencio. La muerte es una puerta en un pasillo de infinitas posibilidades, una puerta que él cruzó solo, sin llamar, sin esperanza de ser escuchado, con la indiferencia que le ofreciste como único adiós.

Ahora, me pregunto, ¿qué tan pesado se tornó el teléfono, ese moderno hilo de Ariadna, que no pudiste sostenerlo para guiarlo fuera del laberinto de su desesperación? Su llamada desesperada se perdía en el vacío de tu buzón de voz, mensajes digitales flotando en el ciberespacio como fantasmas sin hogar, marcados como «leídos» pero nunca realmente comprendidos.

Y en la quietud de la noche, ¿escuchas el eco de su soledad, amplificada por la frialdad de una pantalla que nunca reflejó su rostro en una videollamada? ¿Dormirás tranquilo sabiendo que tu indiferencia fue el último empujón hacia el abismo que él no deseaba explorar, pero que le pareció más acogedor que tu distante ocupación?

La muerte en su «Réquiem» se revela simple, pero nosotros, los que quedamos, complicamos su memoria con nuestras propias batallas internas. ¿Qué tan abismal debe ser el hueco en tu alma para que los susurros de su dolor se perdieran en el eco de tu propia vanidad? Caminó entre nosotros, un muerto en vida, buscando un lugar para caer, y tú le ofreciste el vacío.

Las ceremonias y ritos, ¿para quién son? ¿Para los muertos, que ya no sienten, o para nosotros, los vivos, que nos aferramos a los rituales para dar sentido a lo incomprensible? En tu duelo hay una ironía que corta más profundamente que cualquier verdad: luchas con fantasmas mientras ignorabas la carne y la sangre que pedía ser vista.

Él habló de una vida no cumplida, de la pena por lo que nunca fue ni será. Pero tú, ¿no te das cuenta? Has convertido su vida en ese poema inacabado, su «Réquiem» sin final, dejando al lector suspendido en una desesperación sin resolución.

El valiente fue él, que se enfrentó a la simplicidad de su final; el cobarde eres tú, que ahora te enfrentas al laberinto de tus propias excusas. No hay descanso para él, ni para ti, solo la perpetua pregunta de qué podría haber sido diferente si tan solo hubieras respondido.

El eco de su voz ahora está silenciado, las palabras que dejó, yacen como un testimonio no de su fracaso, sino del tuyo. Buscas su voz en el plano metafísico de la inexistencia terrenal, pero es la misma que ignoraste cuando aún resonaba en este mundo.

Si tienes alguna esperanza de redención, cualquier deseo de paz, no la busques en la comunicación con el más allá. Encuéntrala en el reconocimiento de tu falla, en el coraje para admitir que lo dejaste ir.

Y así, nos enfrentamos a la pregunta final, la que él dejó colgando en el aire como su último aliento: ¿Muere la amistad cuando se niega la atención? Nosotros, los que vivimos, debemos responder. Debemos llenar el vacío que dejamos con algo más que remordimiento y palabras tardías.

Él se movió levemente, como para decir «aquí estoy, tengo voz, no me ignores». Pero lo hiciste. Y en tu silencio, en tu ausencia, él encontró su respuesta. Ahora, nosotros debemos encontrar la nuestra.

G
Cristian Carlos

Miro constantemente la injusticia de la vida, cómo se despliega en un retorcido pliego de algodón donde los hilos parecen tejidos por el desdén y la apatía. Observo cómo se justifica la indiferencia, cómo se distorsiona y pervierte la esencia misma de la empatía. Hay subnormales quienes invocan esta palabra, «empatía», no como una muestra genuina de comprensión, sino como un escudo que esgrimen para disimular su falta de ella. Me enfrento a esa barrera insensible que, irónicamente, se supone que representa la capacidad de ponerse en el lugar del otro.

La pasividad se oculta detrás de frases tan gastadas como «lo que piensas, ya no depende de mí» o «no es que pueda hacerte cambiar». Palabras que se convierten en ecos desafinados que resuenan en la vastedad del silencio que dejan atrás. Y no puedo evitar pensar en esa otra frase, repetida con desgano y resignación: «¿y yo qué puedo hacer?». Esas palabras me hieren, me retuercen por dentro, haciendo que la frustración se haga de mí.

De todas estas manifestaciones, lo que más resalta ante mis ojos es el profundo conformismo que impregna cada una de ellas. Un conformismo que se asienta como una densa capa de niebla que atormenta la visión y va sofocando la voluntad de luchar. A menudo, me pregunto si la indiferencia es una elección consciente o simplemente el resultado inevitable de vivir en un mundo que a veces parece decidido a anestesiar nuestros corazones.

G

It’s evil

Cristian Carlos

An accusation by Cristian Carlos

The reasons for his suicide were not difficult to surmise.

He took his own life amidst his own despair and indifference, fueled by premeditated ignorance and outright rejection.

He was not merely afraid to leave but rather did not wish to depart this world. Yet, when he confessed to himself his reluctance to go, it took your presence to stop him from taking the final step.

This is no mere irony but a plaintive accusation, a sharp reprimand, and a tragic life lesson.

He ended his life because he felt, to a large extent, that you didn’t care enough to stop him.

He must have tried to reach you countless times, desperately seeking solace and understanding, but constantly met with your unfeeling indifference. It was this unshakable response that finally dehumanized him and persuaded him to refrain from calling you one last time on the fateful day he decided to obliterate himself.

It is, therefore, unsurprising that he departed this world feeling that he suffered from the callousness of the one he believed—foolishly to you, perhaps—would rescue him.

The phones rang on that terrible day, some announcing his name and photograph before the tragedy, like a premature epitaph in the form of a notification.

But no one answered.

The rescue did not come because of your perpetual indifference.

You might argue that it is foolish to think we can rescue someone who has not asked for help. Nevertheless, he did seek your help, and instead of offering any respite, he was met with your voicemail and two insignificant blue ticks on WhatsApp.

The real culprit in this callous drama was you.

“You know? It’s evil to help people that don’t need help, Claire”, says a song. You had the audacity to ignore the cries of the desperate and lend a hand to the privileged few. That’s why it is hypocritical to weep over his death. He could have stood before you, heart bleeding out in despair, and you would still have said you were “busy”.

That is why it is hypocritical to mourn his demise. The problem was never him.

The problem was your lie that you would be there for him, an untruth that you spoke merely to appear good and relieve your guilt. How could you lie to yourself like that? When you availed yourself of those prefabricated words, which he believed were said with heart and compassion, you were not even thinking of him.

You did not care about his despondency or his pain.

What is the point of all the posthumous memorials? You have time to remember him now, but did you have time then to care enough to lift a finger to help him? What would he even have to say to you now?

It seems like a cruel joke now to want to communicate with him when he no longer has a body or voice to respond with.

How long did he spend among us, praying to be heard and recognised? What he most desired before he breathed his last was for someone to care, to understand, to help him hold on.

He deserved to have been recognized and heard far earlier, before such a tragic and senseless deed.

Why bother now with all these condolences and memorials, feigning interest in his life and what led him to the Inevitable?

Why suffer the anguish of not knowing the reasons behind his death when you could have talked to him and perhaps circumvented the tragedy altogether? That is the true selfishness behind suicide. It is not the wish to die per se, but the desire not to be forgotten and to be heard.

At least he had the fortitude to follow his thought’s lead, but you, who always thought you might address his pain one day, remained stationary, repeating “someday” as a mantra until the time ran out.

You felt relief the moment you knew you would never again have to confront his sorrow. Now you claim you were left with a thousand things to say, and many more to do. The only one who indeed had a thousand things left to articulate and accomplish, however, was him, not you.

He was the brave one. And you were the coward who refused to face the reality of his suffering.

Sadly, you are yet to learn the lesson.

The truth remains, that if you genuinely want him to rest in peace, the most respectful course of action is to avoid contacting him now that his voice can never answer you again.

image
Imagine all those books you didn’t read in this earthly world.
Friday, May 29th, 2015.
Mexico City.